DE LA DÉCIMA A LA VIGÉSIMO SEGUNDA
María Estrella Legaz González
Carlos Vicente Córdoba
Catedráticos de Fisiología Vegetal de la Facultad de Biología

El Plan de Estudios de Ciencias Biológicas de 1953 marca el inicio de una Licenciatura en Ciencias, sección de Biológicas, desgajada de lo que hasta entonces había sido la Sección de Naturales y separada, por tanto, de los estudios de Geología. La Licenciatura se inicia en 2º Curso, puesto que el llamado Selectivo de Ciencias sigue siendo el primer curso para las cinco diferentes licenciaturas (Matemáticas, Física, Química, Biología y Geología). La Primera Promoción de Biología termina, pues, sus estudios en Junio de 1957. La mía (perdón, soy Carlos Vicente Córdoba) fue (y es) la Décima Promoción. Terminamos, por tanto, nuestros estudios de Junio de 1966.

Presentábamos, como alumnos, una tipología característica. Comenzamos nuestros estudios universitarios con 17 +/- 1 años. Veníamos con dos reválidas (la de cuarto y la de sexto) y un examen de Preu a las espaldas y teníamos una buena formación matemática, regular formación biológica (ni siquiera naturalista) y pésima formación físico-química, algo que los que nos dedicamos más tarde a una biología, llamémosla dinámica, arrastraríamos durante toda nuestra vida. Sin embargo, teníamos algo muy positivo: todos sabíamos que queríamos estudiar biología desde, al menos, tres años antes y, aún dentro de esto, sabíamos a qué parte de la biología queríamos dedicarnos profesionalmente. Y si alguno no lo sabía, tenía muy claro a qué especialidad no quería dedicarse.

Nuestro profesores también tenían una tipología característica. Eran (o parecían) generalmente mayores, aunque el concepto de “mayor” haya cambiado mucho con el tiempo (¡qué juego de palabras más absurdo!), digamos que tendrían más de cuarenta. Parecían distantes y, sin embargo, resultaron ser sorprendentemente cercanos. Parecían sabios y lo eran. De la suma de todo esto, nuestra actitud hacia ellos era crítica pero proclive a la cesión, suspicaz aunque capaz de una entrega generosa, rendida cuando eran ellos los que se entregaban sin reservas. En general, los admirábamos, con su ironía y su burla bien intencionadas por aquello de avergonzarnos de un afecto demasiado explícito:


Una focha le decía
a una garcilla bueyera:
ten cuidado que allí viene
Bernis por la carretera.


Puedo conservar todavía en la memoria casi medio centenar de letrillas semejantes, la mayor parte de ellas fruto del talento de Antonio Talavera (más talentos tiene Antonio y si alguien lo duda puede consultar su Terapia Génica, aparecida no hace aún dos años), otras surgidas de su colaboración con Alfredo Toraño. Con ellas pasábamos el rato cuando salíamos de prácticas de campo, cantándolas desaforadamente en presencia del aludido, fuera profesor o condiscípulo, que para todos había. Por desgracia, muchas de ellas se van desdibujando y desapareciendo del recuerdo. ¡Lástima!

Había algo de ellos que, sobre todas las demás cosas, nos entusiasmaba y era la sensación que sacábamos, tras cada clase, de que nos habían estado hablando de algo que ellos conocían personalmente, de algo que había formado parte de sus vidas, de algo que ellos mismos habían ayudado a construir con su propio esfuerzo. Así eran muchas de las clases de Carrato, Alvarado (Rafael), Hernández-Pacheco (Francisco), Sánchez-Monge, Bernis, Bustinza, Alvarado (Salustio), Aguirre. No es que supiésemos mucho de su actividad científica ni que tuviésemos fácil acceso a sus investigaciones. En aquella época (del año sesenta y uno al sesenta y seis) no existían redes ni autopistas de información y tampoco era fácil el acceso a las revistas especializadas. Pero se rumoreaba algo de unas fantásticas monografías de Gómez-Menor sobre unos minúsculos insectos de cuyo nombre ni me acuerdo, o de aquella otra de Jordán de Urríes sobre hongos microscópicos (cita obligada, no te digo más), las investigaciones de Bustinza sobre antibióticos (y su amistad con Fleming, por supuesto), los trabajos de Rafael Alvarado en la Estación Zoológica de Nápoles, etc. Todo muy difuso, muy confuso. Sin embargo, aquella labor, modesta si se quiere, pero concienzuda y personal, trascendía a las clases y las impregnaba de maestría. Podría decir, parafraseando a Edmund Husserl, que sus clases eran reflejo de sus experiencias, no hilados de referencias, menciones vacías de todo contenido experiencial.

La llegada de Manuel Losada a nuestro tercer curso de licenciatura cambió completamente la calidad de nuestra información. De Losada lo supimos todo. Acababa de volver de Berkeley, tras su paso por los Laboratorios Carlsberg y por la Universidad de Münster, y había construido mucho del conocimiento sobre fotofosforilación junto a su maestro Daniel I. Arnon y su colega alemán Achim Trebst. A Losada, como al resto de nuestros profesores, se le notaba en clase que hablaba de su propia experiencia, se le desbordaba el entusiasmo, y puedo asegurar que, para nosotros, recibir todo aquello era algo importante. Por eso, Álvaro Puga no se perdía ninguna clase de Invertebrados aunque sabía desde los quince años que lo suyo era la Genética. Por la misma razón Santiago Silvestre iba a todas las clases de Bioquímica, aunque lo suyo fuese la Botánica. Por idéntica causa, no me perdí una sola clase de Paleontología Humana aunque quería ser fisiólogo vegetal. Pero no vaya a pensarse que utilizaban sus clases como un sistema de autopromoción. Jamás ninguno se autocitó, que yo recuerde. Tenían demasiado pudor para hacerlo. Ninguno dijo jamás: esto lo descubrí yo, o a este descubrimiento contribuí, pero algo había en su manera de contar un experimento o en su manera de describir la anatomía de una especie, que hacía pensar que no lo había leído en un libro sino que eran sus manos las que habían experimentado, las que habían diseccionado, que eran sus mentes las que habían analizado el proceso y extraído las conclusiones correspondientes. No es fácil de explicar, pero se nota, les aseguro que se nota, y no conozco ninguna forma mejor de ejercer el magisterio.

No todo era genial, teníamos nuestras carencias. La dispersión geográfica, que tan jocosamente ha descrito Benjamín Fernández en otro capítulo de este libro, era un inconveniente. Ir del Jardín Botánico, en el Paseo del Prado, al Museo, en la Castellana, no era tarea fácil en el Madrid de los sesenta. Venir desde Cibeles a Argüelles te costaba una hora de espera en la parada y media hora de trayecto en autobús. Eso, o el metro, que era bastante peor. Por otra parte, tal vez pueda pensarse que una formación tan generalista como la que recibimos debería haber supuesto un freno y un inconveniente para la especialización, sobre todo en ramas experimentales de la Biología. Sin embargo no ha sido así. Ni los genetistas ni los bioquímicos surgidos de nuestra promoción me han hablado nunca de particulares dificultades en su acceso a la especialización. Esto quiere decir que, desde una base general lo suficientemente densa y coherente, no parece difícil acceder a conocimientos más parcelados y, por tanto, de accesibilidad mucho más restringida. Los laboratorios no estaban maravillosamente dotados, aunque, para mi gusto, hicimos muchas prácticas (¡media docena de disecciones por curso!) y no existían algunas Cátedras, sin las cuales hoy no se concebiría una Facultad de Biología. No teníamos, por ejemplo, Cátedra de Bioquímica en la Facultad de Ciencias, aunque sí existía desde finales del siglo XIX, como Cátedra de Química Biológica, en la Facultad de Farmacia (de la que fueron titulares, entre otros, el Rector Rodríguez Carracido y en mis tiempos de estudiante el Prof. Santos Ruiz). Sin embargo, tuvimos buenos profesores de Bioquímica: Federico Mayor en las promociones anteriores a la Décima, Manuel Losada después. La Cátedra se dotó y se cubrió por oposición en 1967 (tarde para nosotros y para nuestra Facultad de Ciencias), es decir, casi quince años después de la creación de la Licenciatura. No teníamos tampoco Cátedra de Ecología, aunque existiera la asignatura (optativa de quinto curso), y seguimos sin tenerla durante muchos años. Para este caso, la Sección no recurría a contratar ecólogos, como sucedía con la Bioquímica (disciplina obligatoria de tercer curso), sino que encargaba la asignatura a profesores de disciplinas relacionadas, de Zoología, por ejemplo. Tuvieron que pasar diez años más (1978) para que el Ministerio de Educación y Ciencia se apiadase de la Universidad Complutense y accediera a dotar una serie de Cátedras absolutamente necesarias. Tan insólito era el procedimiento de dotar por lotes, que la Junta de Gobierno de nuestra Universidad recomendó a las diferentes Facultades que se “cargaran de razón” para justificar la creación de una nueva Cátedra por Centro, no más. El Director General de Universidades, D. Vicente Gandía Gomar, Catedrático de Física del Aire primero en la Universidad de Sevilla (donde fui su alumno en Física General de Selectivo), más tarde en la Literaria de Valencia, se entrevistó personalmente con los representantes de las diferentes Facultades, escuchó sus razones y argumentó sobre ellas. Nuestra Facultad, en contra de las instrucciones recibidas, solicitó la creación de dos Cátedras, la de Ecología y la de Biología Matemática (la Cátedra de Biofísica, aunque muchos la apoyamos, no obtuvo el suficiente consenso y aún hoy sigue siendo una de las carencias de nuestra Facultad que más me pesa). El Profesor Gandía debió ser extremadamente sensible a nuestros argumentos ya que las dos Cátedras solicitadas fueron dotadas y cubiertas en un brevísimo espacio de tiempo. A partir de este punto, tenemos que esperar a finales de los años noventa para que nuestra Facultad se enriquezca con nuevas Cátedras aunque no en este caso correspondientes a nuevas ramas del conocimiento biológico.

La Décima promoción ha proporcionado más de una docena de Catedráticos de Instituto, media docena de investigadores y siete Catedráticos de Universidad, entre los cuales me cuento. Tomé posesión de mi Cátedra el mismo año en que la Sección de Biología de la Facultad de Ciencias se transformó en Facultad de Biología. Nos reunimos en el despacho del Rector, en aquella época D. Ángel González Álvarez, en la mañana de un caluroso día de Junio de 1974. Aquel acto fue muy distinto de como se estila hoy día. Estábamos pocas personas: el Rector, el Secretario General, un Vicerrector del área de Ciencias, mi Decano, un par de compañeros y yo. Nada de discursos: la lectura y firma del acta de toma de posesión, unas palabras de bienvenida del Rector y nada más. Pensaba yo en aquel momento en lo curiosa que puede ser la vida. Mi Maestro, Florencio Bustinza Lachiondo, ocupó la misma Cátedra desde 1942 hasta su jubilación en 1972. Anteriormente a él, Antonio García Varela la había ejercido desde 1920 hasta su muerte, en 1942. Yo, si la vida me lo permitía, la ocuparía hasta el año 2014. Es decir, tres personas, solo tres, detentarían la titularidad de la Cátedra de Madrid durante casi un siglo. Y sentía una especie de contento, una especie de orgullo de haber descubierto lo importante que podía ser mi vida. Necio orgullo. Los años han ido pasando, la vida me ha ido maltratando con un cierto tacto y esa sensación de orgullo fue siendo imperceptiblemente sustituida, primero por la idea de haber estado equivocado, de que ese concepto de singularidad era del todo incompatible con el ejercicio del magisterio, con la capacidad de generar y nuclear un grupo de trabajo. Más tarde, todo esto dio paso a una dolorosa sensación de soledad. A mi lado se fueron formando otras personas, fueron adquiriendo méritos más que sobrados y, sin embargo, la Universidad no parecía sentir la necesidad de reconocer la valía de sus profesores y de aumentar su propio valor creando nuevas Cátedras para aquellos que lo merecieran. Antes al contrario, parecía empeñada en frustrar todas las legítimas expectativas que desearan ver satisfechas hombres y mujeres de sólido y consolidado prestigio, tanto nacional como internacional. Fueron años durante los que la Facultad era para muchos de nosotros:


Una casa oscura y grande
con un jardín verde, pero
quién verá verde el jardín
si tiene el corazón seco.


versos en los que Juan Ramón Jiménez plasmaba su desencanto por el rumbo que tomaba su España. Salvando las distancias, el rumbo de nuestra Facultad, o de nuestra Universidad, también ha estado varias veces muy lejos de satisfacernos.

Aunque el corazón nunca llegó a secarse (al menos, no del todo), la sensación de soledad persistía, cada día más intensa, y la soledad tizna, como la pena, tanto como tizna el esfuerzo baldío, como mancha el esfuerzo sin la adecuada recompensa. A finales de los noventa, la situación dio un pequeño giro y tras un concurso interno previo, comenzaron a dotarse nuevas Cátedras, no muchas, media docena, que inmediatamente fueron ocupadas por magníficos profesionales. Gracias a este proceso, terminó la soledad estéril y hoy somos dos los Catedráticos de Fisiología Vegetal en nuestra Facultad de Biología.



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Mi promoción vigésimo segunda (soy María Estrella Legaz González) fue aquella que, por razones difíciles de explicar, no comenzó el curso académico 73-74 en Octubre de 1973, sino en Enero de 1974, genial idea del Ministro Julio Rodríguez Martínez.. Dispusimos de tres meses, después de las largas vacaciones del curso anterior, para preparar nuestra entrada en la Universidad. Decidí mientras tanto aprender mecanografía e inglés, la primera porque quizá me facilitara la realización de trabajos a máquina (había sufrido mucho escribiendo con un solo dedo de cada mano todos los realizados en COU), lo segundo, por entender que los textos científicos a manejar en la Universidad estarían en ese idioma y nuestra generación aprendió francés en el Bachillerato. Después de tanta espera, cuando llegó el mes de Enero, recibimos la sorpresa de haber sido “destinados” al Colegio Universitario de Arcos de Jalón, del barrio de San Blas, en lugar de entrar, como todos esperábamos, en la Facultad de Biología. Fue el comienzo de la masificación, que unos años más tarde se vio agravada por la imposición del numerus clausus en la Facultad de Medicina. En mi caso concreto, vivía en la plaza de Chamberí. Desplazarme diariamente a San Blas suponía hora y media de viaje en transportes públicos. Otros inconvenientes eran el estar aislados de alumnos de cursos superiores y el no “vivir” el ambiente de una Facultad a pleno rendimiento. ¡Para eso habíamos esperado casi siete meses ...! Nos dividieron en tres grupos de setenta alumnos por riguroso orden alfabético y comenzaron las clases.

Recuerdo aquel curso primero de carrera como auténticamente espantoso. Al consabido problema del cambio que supone pasar de la enseñanza media a la Universidad y a la lejanía física del Colegio Universitario, se unió la falta de entendimiento entre profesores y alumnos. Llegamos a pensar, conforme fue avanzando el curso, que los profesores estaban desmotivados y que el haberles “desterrado” a Arcos de Jalón era poco menos que un castigo. Exactamente como nos sentíamos nosotros, desterrados y castigados. Nunca supe si eso era verdad, pero todos percibimos esa falta de comunicación a la que aludo que, de existir, destroza cualquier tarea docente. Recuerdo un profesor al que prácticamente no se le oía la voz durante las explicaciones y cuando le pedíamos que hablase más alto, seguía hablando en el mismo tono, pero ahora enfadado. Al cabo de tres semanas de clase “sorda” diaria, los ánimos estaban muy encendidos, el alumnado se organizó en asamblea y al cabo de unos días de ausencia sin sustituto, vino otro profesor y con él terminamos la asignatura. En otra, las ausencias del profesor determinaron que no diésemos ni siquiera el 50% del programa. En una tercera, curiosamente, las notas que recibían los varones siempre eran considerablemente superiores a las que “merecíamos” las mujeres. ¿Importa cuáles era estas asignaturas? Supongo que ya no, pero es curioso (y sobre todo, triste) el daño que se puede hacer a un alumno, tanto que después de casi treinta años perdura el recuerdo agrio de aquellos días. El azar que determinó cuáles fueran los 70 alumnos de mi grupo también determinó que entre esas 70 personas hubiese un grupo compacto de alumnos con una excelente formación académica en materias científicas, con un alto grado de autoexigencia y, por tanto, con un alto sentido crítico. A uno de ellos lo llamábamos cariñosamente el “Oráculo” porque, en cualquier estudio, siempre iba dos pasos por delante de los demás gracias a su sólida formación, como si adivinara lo que iba a suceder después. Esta característica del grupo no hizo más que acentuar el rechazo hacia una situación académica que nos había defraudado profundamente.

Como las ausencias del profesorado nos dejaban mucho tiempo libre y además, no salíamos del Centro porque la zona estaba muy poco urbanizada y muy lejos de otros lugares de más ambiente, nos reuníamos muchas veces en asamblea porque estábamos decididos a cambiar el mundo, si no todo en su globalidad, sí, al menos aquella parcela del primer curso de Biología que nos había tocado vivir. Solo hubo una buena noticia hacia finales del curso, que por fin fue en Junio y no en Agosto, como las autoridades ministeriales habían dispuesto. Nos informaron que aquellos de nosotros que aprobásemos todo el primer curso en Junio, las cuatro asignaturas, nos incorporaríamos a segundo en la Facultad de Biología del Campus de Moncloa. Nunca entendí cuales fueron las razones de aquel cambio de posiciones, solo recuerdo que yo quería salir de allí y para lograrlo, tenía que aprobar todo. Reconozco que, pese a estudiar muy duramente, la suerte me acompañó (el azar es muy importante cuando te lo juegas todo a un examen) y desde entonces, curso 1974-1975, no me he movido de la Facultad, aunque sí haya cambiado de edificio. A partir de aquel momento las cosas fueron muy distintas, seguíamos con nuestro espíritu asambleario, pero al tener menos tiempo libre (los profesores acudían puntualmente a clase y había mucho que estudiar) las posibilidades de reunión disminuyeron

Recuerdo a todos mis profesores y de todos ellos guardo el mejor de los recuerdos; por ellos y por lo que aprendí de ellos soy hoy profesora de esta casa. Me resultaba sorprendente aprender cosas de tanto nivel, me resultaba sorprendente que la vida fuera tan compleja y que los seres humanos pudiésemos llegar a comprender alguna parcela de esta extrema complejidad. La Prof.. Ana Vázquez me introdujo en el mundo de la Genética, desde aquellos guisantes lisos y rugosos, en lo que me parecía un maravilloso juego de la Naturaleza. Tenía Ana una capacidad asombrosa de comunicación. La pena para nosotros y la dicha para ella fue que en aquellos momentos estuviera en avanzado estado de gestación y solo durante unos meses pudimos disfrutar de sus clases. Al final, su ausencia fue compensada por la incorporación del Prof. Giráldez, campechano y sabio, a nuestro grupo; él me enseñó todo lo que sé de Genética. Esta materia siempre fue la más temida de toda la Licenciatura, para superarla había que trabajar muy duro y como en aquella época aún no existían academias que te ofreciesen una formación complementaria, el recurso era acudir a compañeros de cursos superiores para que nos informaran sobre estrategias de estudio y nos ayudaran a resolver muchos problemas, de los que teníamos una buena colección.

Tuve la inmensa suerte de ser alumna del Prof. Rafael Alvarado (qepd). Estuvimos comiendo con él unos meses antes de su fallecimiento para agradecerle que hubiese prologado uno de nuestros libros, y toda la conversación giró en torno a proyectos que podríamos llevar a cabo. Mis tiempos de estudiante, cuando fui alumna suya, revivieron con fuerza. En sus clases, llenaba la pizarra desde el extremo superior izquierdo al borde inferior derecho de nombres de especies en latín, nombres que por aquel entonces ni sabíamos pronunciar correctamente. Muchos, muchos días, me llamaba al final de la clase para preguntarme si era familia del Prof. Legaz Lacambra, el ilustre jurista. Siempre le daba la misma respuesta, pero no importaba, a los dos días volvía con la misma pregunta.

Algunas lecciones de Bioquímica las recibimos del Prof. Municio. Su presencia inundaba la clase, imponía, irradiaba respeto. Corría el rumor de que siempre preguntaba por sorpresa en clase y eso te obligaba a “ir al día” porque si no recibía una respuesta, no continuaba la clase. A mi nunca llegó a preguntarme, pero el día 17 de Diciembre de 1981, Municio actuó como Secretario del Tribunal de juzgó mi Tesis Doctoral y entonces sí sabía que las preguntas serían inevitables, como así sucedió, y yo debía demostrar mi preparación. No pegué ojo en toda la noche, como supongo sucederá a todos los doctorandos, pero enfrentarse a Municio era particularmente difícil. Otro gran hombre que nos ha dejado.

El Prof. Fraile era diferente, no sabría decir si cercano o lejano para un alumno de cuarto de Licenciatura, pero … ¡Dios mío, aún conservo en la memoria, después de tantos años, mucho de lo que de él aprendí! Tanto me gustó su forma de explicar, de contar las cosas, que al año siguiente me matriculé de Neurobiología para poder seguir asistiendo a sus clases. Su forma de comunicar te obligaba de alguna manera misteriosa a bucear en los libros, buscando completar los conocimientos adquiridos en clase, como si de él hubiésemos recibido una orden subliminal, sin palabras, de aumentar y ejercer nuestra curiosidad. Descanse en paz-

El Prof. Valls era muy serio, no recuerdo haberle visto jamás ni siquiera esbozar una sonrisa en clase. Impartió Antropogenética a nuestro curso, una materia optativa que muchos de nosotros elegimos, incluida Anita Obregón, por su fama de excelente profesor. Aunque Valls se enfadaba mucho cuando descubría que alguno de nosotros no había cursado previamente Antropología, a mi me gustó, fue una de las optativas que más disfruté, aunque mi base de conocimiento antropológico fuese escasa.

No en todas las asignaturas realizábamos clases prácticas, solo en algunas y, a veces, hacerlas o no era el resultado de un sorteo. Había que rezar mucho y cruzar los dedos para ser “agraciado” por la fortuna y poder realizar prácticas de alguna asignatura que te interesara particularmente, como fue para mi el caso de la Bioquímica. Nuestra primera entrada en un laboratorio de Bioquímica, nuestro primer contacto con material y equipos fue sencillamente maravilloso. Eso sí, existía un inventario por pareja y al final de las prácticas tenías que reponer de tu propio bolsillo el material que hubieses roto durante su realización. Recuerdo también las prácticas de Citología, de Invertebrados no Artrópodos, de Fisiología Animal y de Fisiología Vegetal. Poco más. Quizá en esta parcela de la docencia es donde más se nota la evolución que nuestra Licenciatura ha sufrido. Hemos pasado de rezar para poder hacer las prácticas a ir de Departamento en Departamento con un horario detallado para tratar de evitar que no te coincidan unas prácticas con otras o con las clases teóricas.

A principios de quinto curso, entre la angustia de terminar la carrera y de saber qué sería de mi vida después de tantos años de tener la única obligación de asistir a clase y estudiar, cursé Fisiología Vegetal como asignatura obligatoria y Fisiología de las Comunidades Vegetales como materia optativa. El Prof. Vicente estaba a cargo de las dos materias. Tenía una forma de impartir las clases diferente, distinta a todo lo que antes había conocido. De sus clases se salía sin una idea muy clara de lo que te había contado. Recuerdo, como anécdota, que en noviembre de ese curso me saqué el carné de conducir y algunos días falté a clase: jamás, jamás entendí, por muchos apuntes que pedí a mis compañeros, esa parte de la asignatura. Al Prof. Vicente había que escucharle atentamente y saber sintetizar lo que decía. Esa era labor de casa, tratar de hacer tuyas todas las ideas que había apuntado antes, relacionarlas entre ellas, sacar conclusiones. Fueron las dos únicas materias de la Licenciatura en las que no se me exigió labor memorística sino el puro y duro razonamiento. Las clases de teoría se completaban con clases de problemas, en las que se exponía una situación concreta sacada de un trabajo experimental y el alumno tenía que explicar el por qué de ese comportamiento. Lo más interesante de todo fue saber que las clases de problemas no sólo completaban la teoría, que ya era bastante, sino que el examen consistiría en la resolución de tres o cuatro de esos problemas, lo que te obligaba no solo a estudiar mucho, sino de una manera diferente, analizando detalles, buscando interrelaciones, algo que resultaba fascinante tanto por el método en sí como por tenerte que enfrentar a tu propia capacidad de raciocinio sin tener que memorizar rutas metabólicas imposibles ni nombres impronunciables, porque todo eso ya estaba en los libros. Era como investigar con papel y pluma como único equipo experimental. Hoy, nuestros alumnos siguen “sufriendo” el mismo tipo de exámenes.

Por desgracia, en este mismo quinto curso nuestro espíritu contestatario despertó violentamente de su letargo por culpa de la Ecología. Por primera vez se había contratado un profesor extra-Facultad, una joven a punto de terminar su Tesis, con más buena voluntad que conocimientos. Intentar disfrazar la ignorancia con una fingida autoridad siempre ha sido un error y eso fue lo que pasó. Después de un largo calvario, unos pocos alumnos se examinaron con ella, los más con un Tribunal nombrado ad hoc (hasta ese punto llegó el enfrentamiento) y en Octubre del siguiente año el Prof. Bermúdez de Castro impartió la asignatura de Ecología. Un par de años más tarde, como ya se ha relatado en páginas anteriores, se dotó y cubrió la Cátedra de esta materia.

Terminé mi carrera con las ideas muy claras. Ese quinto curso, además de obligarme a estudiar mucho y de manera muy diferente, me hizo comprender que mi vida debería girar en torno a la Facultad de Biología. Quería transmitir algún día el conocimiento como a mi me lo habían transmitido antes, quería tener alumnos a mi alrededor, con su espíritu joven y sus ganas de aprender. Pero no quería ser solo docente y por eso descarté de entrada preparar oposiciones a secundaria. Quería poder enseñar lo que está en los libros pero, sobre todo, lo que yo misma pudiera descubrir con mi esfuerzo. Me dijeron que la Universidad era el único lugar del mundo donde se unen docencia e investigación y, por tanto, desde Junio de 1978 hasta hoy, luché y lucho por preservar esta idea. También tuve claro desde el principio que la persona que debería dirigir mis pasos no debía ser otro que el Prof. Vicente. Hablé con él y le pregunté si podría dirigirme la Tesina, él aceptó, la realicé y la defendí. También dirigió más tarde mi Tesis Doctoral y el 17 de Diciembre de 1981, un día muy frío y muy gris, teniendo al Prof. Bustinza, el Maestro de mi maestro, como presidente del Tribunal y al Prof. Municio como Secretario, defendí mi trabajo sobre bioquímica de líquenes. Desde entonces trabajamos juntos porque hemos entendido que la simbiosis mutualista rinde más y mejor que los organismos aislados.

En estos 25 años, la Facultad ha cambiado mucho, la Universidad también. Cierto que hay más medios y es más fácil acceder a la información, pero hay algo que nunca cambiará, la esencia de la gente a la que verdaderamente y en su más amplio sentido le interesa la Universidad investigadora y docente. En este trabajo no se reciben muchos reconocimientos, no se organizan cenas de empresa donde se premia al mejor trabajador del año ni se obtienen gratificaciones económicas. También es muy difícil la promoción interna, pero hay algo mucho mejor que todo eso y es cuando un alumno, al final del curso, sube a tu despacho y te da las gracias por todo lo que le has enseñado y por cómo lo has hecho. Es uno de cada trescientos (…o más), pero es suficiente.



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Hasta aquí, cada uno de nosotros ha tratado de hilvanar sus recuerdos. Doce años median entre una promoción y otra y aunque el tango afirme que veinte años no son nada, doce años son muchos. Son la diferencia entre un niño y un joven, entre un joven y una persona madura, entre un maduro y un anciano. ¿Quién ha dicho que sea poco tiempo? Quizá de nuestras respectivas experiencias y recuerdos, el lector pueda sacar conclusiones sobre la evolución de nuestra Facultad en este periodo de tiempo e incluso compararlas con las circunstancias actuales. Por ello, aquí finalizamos nuestros recuerdos y opiniones individuales para terminar con nuestra perspectiva conjunta, una especie de dúo que trate de aunar ambas experiencias. Cuarenta promociones de estudiantes de Biología han pasado por nuestra Facultad, desde la del más veterano de los autores de estos recuerdos hasta la promoción que terminará sus estudios en el curso actual, 2005-2006. Esas cuarenta promociones han circulado a través de tres planes de estudios distintos, desde el más antiguo, que no contemplaba ninguna especialidad, hasta el más moderno, con siete especialidades distintas y aún con la posibilidad de que un alumno se licencie sin especialidad definida, pasando por el plan del 73, con tres especialidades básicas: Biología Fundamental, Zoología y Botánica. ¿Cuál fue el mejor plan? ¿Cuál preferimos nosotros? No son preguntas fáciles de contestar. Lo cierto es que las diferentes promociones han sido capaces de utilizar su bagaje de cultura biológica adquirido en la Facultad para proyectarse profesionalmente, tanto en España como fuera de ella. Tendríamos entonces que concluir que lo importante no es el plan de estudios, sino la capacidad del individuo.

Bajo el punto de vista del profesor (somos profesores), el actual plan de estudios ofrece ciertas ventajas. Por ejemplo, las asignaturas troncales de primer ciclo nos permiten realizar labores de síntesis del conocimiento, una técnica difícil pero tan necesaria como importante. Por el contrario, las asignaturas optativas de segundo ciclo nos permiten elegir una línea de investigación moderna, darle forma y estructura y mantener al día la bibliografía, aportando incluso nuestros resultados propios. Otra cosa sería el considerar cómo se generan estas asignaturas, pero creemos que no es este el lugar ni el tiempo de realizar este análisis. Peligros mayores corremos con la forma de elaborar los programas de post-grado que la convergencia europea nos impone.

No debe ser tan fácil buscar la satisfacción del alumno con el último plan de estudios. Cursa nueve o más asignaturas por año, con sus correspondientes prácticas, cambia de una hora para otra su capacidad de percepción al cambiar de asignatura dentro de un tan amplio abanico, y se pasa materialmente el día en la Facultad, como muchos de nosotros, pero en condiciones más precarias, ya que van de aula en aula o de laboratorio en laboratorio durante diez u once horas al día. Quizá por eso, la percepción que tiene el profesor de la formación del alumno no sea excesivamente buena. Podríamos hablar, incluso, de ignorancia selectiva. ¿Falta de tiempo para el estudio o esa “ignorancia” es un fiel reflejo de la verdadera naturaleza del Plan 92?

    Lo cierto es que el alumnado constituye una de nuestras motivaciones, quizá una de las principales. Suponemos que ha quedado claro que apostamos por una Universidad investigadora. Para enseñar lo que otros hacen existen niveles no universitarios más adecuados. Sinceramente creemos que un paso más que le falta a nuestra Universidad por dar es dotar plazas de investigadores, algo que tuvo en su cabeza el Rector Vián Ortuño y que el implacable tiempo no le permitió realizar. Algunos años más tarde se jugó con la idea de dotar Cátedras por méritos investigadores, Cátedras que desaparecerían con la jubilación de su titular. No sabemos si llegó a dotarse alguna en nuestra Universidad, aunque varias fueron solicitadas y apoyadas por los Consejos de Departamento, incluso en nuestra Facultad. También apostamos porque la investigación se incorpore a la docencia. Creemos que esto mantiene el alumno más cerca de la realidad y que intelectualmente lo estimula y aumenta su capacidad de aprendizaje y de interrelación conceptual. Llevamos muchos años comprobándolo. Durante estos años, hemos tenido alumnos verdaderamente excepcionales (muy pocos), muy buenos alumnos (algunos más) y alumnos capaces de sobreponerse a sus propios errores o descuidos, de superarse a sí mismos y de sacar adelante, incluso con nota, una asignatura en la que previamente habían fracasado. También ha habido alguno a quien el encorsetamiento que impone un plan de estudios reglado no le permitió dejar aflorar el enorme talento que poseía. Un auténtico desperdicio de las mejores cualidades del ser humano. En todos ellos, quizá más en estos dos últimos, hemos podido observar que el trasfondo investigador de la clase teórica es particularmente estimulante. Comprenden mejor los hechos sujetos de la explicación, entienden mejor el desarrollo conceptual mediante el cual se ha llegado a esa elaboración de una explicación particular e, incluso, la lógica del proceso les ayuda a retener en la memoria lo explicado con mayor claridad y durante más tiempo. En virtud de estos principios, los alumnos se convierten en colaboradores imprescindibles de nuestra tarea y como a tales los consideramos. El recuerdo de la excelencia de nuestros profesores y el estímulo constante de nuestros alumnos nos han convencido de que, en la Universidad, la menor manera de contar es hacer y ya que se hace, se hace bien. Dante en el Infierno lo expresó con toda claridad:


Seggendo in piuma
In fama non si vien, ne sotto coltre
Sanza la qual chi sua vita consuma
Cotal vestigio in terra di se lascia
Qual fummo in aere ed in acqua la schiuma


    A veces hemos comparado el final de curso con una conocida serie canadiense de dibujos animados, extremadamente ácida, titulada South Park que hace unos años circuló por nuestras televisiones. El final de cada capítulo podía presentirse cuando algún personaje exclamaba: ¡Han matado a Kennie!. Efectivamente, Kennie (uno de los disparatados personajes de la serie) era asesinado de forma súbita, inopinada y violenta y el episodio terminaba. Al día siguiente, Kennie aparecía vivito y coleando en un nuevo capítulo sin que mediara ninguna explicación sobre tan sorprendente resurrección, como tampoco antes había habido justificación para su súbita muerte. Cuando el curso termina, nuestros alumnos (Kennies) desaparecen con la certeza de que, cuando el nuevo curso comience, volverán a estar sentados en el aula (nuevos Kennies resucitados) como si nada hubiese pasado. Tienen la misma edad que los anteriores, fenotipos semejantes, miradas idénticas … pero no son los mismos. Quizá por esa necesidad que sentimos de tener a Kennie presente en cada uno de los episodios de esta serie que nos faltan por escribir, al final de cada curso recordamos los versos de Alberti, porque esos nuevos alumnos que están por llegar son, en cierta medida, la respuesta a la plegaria que el poeta ponía en los labios de un San Pedro cansado y un poco desesperanzado (¿quizá a causa de un exceso de tareas administrativas?):



Hazme un regalo, Señor:
déjame bajar al río.
Volver a ser pescador
que es lo mío.